Biopolítica y control social: cómo se gestiona la vida en las sociedades modernas
1. Biopolítica y biopoder: el control de la vida misma
Continuamos explorando el pensamiento de Michel Foucault con uno de sus conceptos más revolucionarios y actuales: la biopolítica. Aquí no se trata solo de vigilar o castigar, sino de controlar la vida en su totalidad, desde lo más íntimo: el cuerpo, la salud, la sexualidad, la reproducción, hasta las formas de morir.
Foucault acuña el término biopoder para describir una forma de poder distinta a la del soberano tradicional. Ya no se trata del derecho a “hacer morir o dejar vivir”, como en las monarquías absolutas, sino de “hacer vivir y dejar morir”: gestionar poblaciones, administrar la salud, promover la productividad.
Este nuevo tipo de poder no es visible en castigos o cárceles, sino en hospitales, estadísticas, campañas de vacunación, controles sanitarios, clínicas psiquiátricas. Se organiza en torno a un conocimiento técnico y se disfraza de bienestar colectivo.
La biopolítica se manifiesta en cómo los gobiernos y las instituciones gestionan las enfermedades, el sexo, la higiene, la natalidad o incluso el envejecimiento. Foucault lo analizó especialmente en su obra "Historia de la sexualidad, volumen I", donde señala que no existe una liberación sexual, sino una regulación más sutil y profunda.
Este enfoque resulta clave hoy en día para entender cómo se ha gestionado, por ejemplo, la pandemia de COVID-19: pasaportes sanitarios, confinamientos, discursos científicos legitimadores. El cuerpo se convierte en un espacio político, y vivir ya no es simplemente existir, sino cumplir con normas invisibles impuestas desde lo alto.
2. La locura y la exclusión: el exilio de lo diferente
Otro de los grandes aportes de Michel Foucault fue su mirada sobre la locura. En "Historia de la locura en la época clásica", plantea una idea radical: la locura no siempre fue una enfermedad. En la Edad Media, el loco tenía un lugar ambiguo, a veces sagrado, a veces temido, pero estaba dentro del mundo.
Fue a partir del Renacimiento cuando la locura se transforma en algo que debe ser encerrado, domesticado, silenciado. Aparecen los grandes hospitales, los manicomios, las instituciones. La razón se vuelve hegemónica y todo lo que no encaja en ella es expulsado.
Foucault muestra que el trato a los locos no fue para curarlos, sino para excluirlos de la sociedad. Se convierte en una forma más de control, un mecanismo de poder que decide quién está “dentro” y quién está “fuera” del orden.
Pero esta lógica no se limita a los locos. Se extiende a los pobres, los vagabundos, los disidentes. Toda diferencia se convierte en potencialmente peligrosa. Así, la locura es una metáfora del exilio del otro: de aquel que no encaja, que desafía, que incomoda.
En nuestra época, esta exclusión adopta nuevas formas: medicalización excesiva, etiquetas psiquiátricas generalizadas, fármacos como herramientas de docilidad. Lo que no se puede integrar, se silencia.
Ambos conceptos, biopolítica y exclusión, se cruzan y se refuerzan: el poder no solo disciplina, también decide qué vidas merecen ser vividas. Y ese criterio nunca es neutro.
Biopoder y biopolítica en la sociedad contemporánea
El concepto de biopoder que desarrolla Foucault no es una reliquia filosófica del pasado; es una lente que amplifica lo que vivimos hoy. En el fondo, el biopoder no es más que el poder que se ejerce sobre la vida misma: sobre los cuerpos, las poblaciones, los nacimientos, las enfermedades, los hábitos, los ritmos de sueño, de producción, de consumo. Ya no se trata solo de leyes que castigan o de instituciones que reprimen, sino de dispositivos que regulan, clasifican, miden y normalizan la existencia humana.
En obras como "Historia de la sexualidad, Volumen I", Foucault explica cómo la modernidad dejó atrás el poder que "hacía morir y dejaba vivir", para pasar a un poder que "hace vivir y deja morir", controlando la vida de forma más sutil y persistente. El Estado, los sistemas médicos, educativos y laborales no sólo organizan la sociedad: modelan el cuerpo, dictan comportamientos y crean ciudadanos funcionales. No se impone por la fuerza, sino por la gestión, el protocolo, la estadística, el seguimiento. Y en tiempos recientes, con la irrupción de la inteligencia artificial, los algoritmos, las apps de salud, los sistemas de puntuación social y el análisis masivo de datos, esta forma de poder se ha sofisticado aún más.
Hoy aceptamos —casi con entusiasmo— ser medidos, vigilados y optimizados. Llevamos dispositivos que controlan nuestro sueño, nuestras calorías, nuestros pasos. Aplicaciones que predicen nuestras preferencias, que corrigen nuestras emociones. Todo en nombre de la salud, la eficiencia o la seguridad. Pero lo que está en juego no es solo el bienestar, sino el derecho a vivir sin ser permanentemente gestionados. ¿Hasta qué punto estamos eligiendo eso? ¿Y hasta qué punto se nos impone como única vía posible?
La lógica del biopoder sigue viva, pero no necesita mostrarse como opresión: se disfraza de ayuda, de mejora, de progreso. Ahí radica su fuerza. Y por eso mismo, cuestionarlo no es rechazar la tecnología, sino preguntarnos quién decide sobre nuestros cuerpos, nuestras vidas y nuestra muerte.
Locura, exclusión y normalidad
Foucault no estudió la locura para hablar solo de enfermos. Estudió cómo una sociedad decide quién está "fuera", y quién pertenece al mundo de los "normales". En "Historia de la locura en la época clásica", se remonta al Renacimiento y analiza cómo, en distintas épocas, la locura no fue simplemente una enfermedad, sino una construcción social que justificaba la exclusión de ciertas personas. Lo que hoy llamamos trastorno o patología, en otro tiempo se consideró posesión, pecado, falta moral o peligro público.
El punto de Foucault es demoledor: no existe una verdad neutral sobre la locura. Lo que existe es una red de instituciones —médicos, jueces, policías, psiquiatras— que definen qué es cuerdo y qué no, y actúan como filtro de lo aceptable. La locura se medicalizó, se institucionalizó y se aisló en nombre del orden. Pero con ello, se encerraron también muchas formas de diferencia, de disidencia, de sensibilidad. Se castigó al que no encajaba.
Hoy, muchos de esos mecanismos siguen vigentes, aunque con otra cara. Las etiquetas psiquiátricas siguen siendo usadas para explicar, pero también para invisibilizar o controlar. Las redes sociales han sustituido a los muros físicos de los asilos, pero ejercen nuevas formas de vigilancia moral y de presión a la conformidad. Lo que no se entiende, se ridiculiza o se silencia. Y lo que no se adapta, se margina.
En nombre de la salud mental, muchas veces se medicaliza el malestar estructural. La ansiedad por vivir en una sociedad precaria se vuelve un trastorno individual; la tristeza por una pérdida se convierte en disfunción. La locura se reduce a química, y la crítica, a disonancia cognitiva.
Hoy como ayer, sigue habiendo una frontera invisible que separa a los “normales” de los “otros”. Y sigue siendo urgente preguntarse: ¿quién la dibuja? ¿Y con qué derecho?
¿Cuándo aceptamos que esto era lo normal?
¿Es normal levantarse cada día con ansiedad solo para no llegar tarde? ¿Es normal aceptar que el trabajo—ese que se supone que te da dignidad—sea también el que te roba la salud, la energía y en muchos casos, el deseo de vivir? ¿Hasta qué punto tiene sentido que se defienda el orden social cuando ese orden es una fábrica de estrés, enfermedades mentales y frustraciones constantes?
¿Desde cuándo se considera razonable que alguien pueda perderlo todo, aunque haga todo bien, solo porque “así son las reglas del juego”? ¿Cuándo nos convencieron de que vivir estresados era el precio justo por tener un sueldo?
¿Y el amor? ¿Quién dictó que solo existe uno válido, uno correcto, uno aceptado? ¿Por qué la monogamia, el apego obsesivo y la dependencia emocional son vistas como señales de éxito sentimental? ¿Cuántas vidas están rotas por no encajar en un molde que solo existe porque alguien, en algún momento, dijo que era el único que servía?
¿Y la moral? Esa que cambia con la moda, pero se impone con la fuerza. ¿Cuántas veces has hecho algo que no sentías solo para cumplir con la idea de “lo correcto”? ¿Cuántas veces has callado por miedo a señalar la contradicción? Porque, seamos sinceros: lo que se vende como virtud muchas veces no es más que sumisión bien vestida.
¿Y las leyes? ¿Realmente garantizan justicia para todos o solo estabilidad para los que mandan? ¿Por qué obedecemos normas que no hemos elegido, que no discutimos, que simplemente heredamos como si fueran verdades absolutas? ¿Cuántas de ellas funcionan para el bien común y cuántas son solo mecanismos de control?
¿Y la educación? ¿Realmente educa o adiestra? ¿Se enseña a pensar o a memorizar sin preguntar? ¿Cuántos talentos se pierden porque no encajan en el molde? ¿Cuánta creatividad se reprime desde la infancia para que todo funcione como debe funcionar?
¿Y la sanidad, la seguridad social? ¿Son garantías de dignidad o estructuras mínimas para que los que no tienen poder se mantengan funcionales, sin llegar a romperse del todo? ¿Cuántas veces un médico no puede hacer más, no por falta de vocación, sino porque el sistema tiene límites puestos por intereses que no se ven?
¿Y las guerras? ¿Cuántas de ellas comienzan porque alguien juega a ser Dios con recursos ajenos, vidas ajenas y mapas que no le pertenecen? ¿Quién decide que unas muertes duelen más que otras? ¿Desde cuándo matarse entre pueblos sirve para que unos pocos vivan más tranquilos?
¿Y la economía? ¿Hasta cuándo aceptamos el reparto absurdo donde unos tienen tanto que no saben qué hacer con ello y otros mueren de hambre aunque se levanten cada día a pelear por vivir? ¿Cómo puede tener sentido un mundo donde un medicamento vale más que la vida que puede salvar?
¿Y los sistemas políticos? ¿Realmente estamos eligiendo entre modelos distintos o solo entre versiones más suaves de lo mismo? ¿De verdad el capitalismo o el socialismo han sido capaces de dar dignidad real y estabilidad a las personas sin usarlas como números, como recursos, como engranajes?
Y aún con todo esto, ¿por qué los debates populares giran en torno a banalidades, a temas funcionales, a modas ideológicas que no cambian las bases? ¿Por qué se discute durante horas si alguien usó bien una palabra, pero no se cuestiona por qué trabajamos cuarenta años para cobrar una pensión que no nos permitirá vivir? ¿Por qué es más fácil hablar de derechos de consumo que de justicia real?
¿Cuándo fue que aceptamos todo esto como lo normal? ¿Y por qué nos da tanto miedo volver a pensar desde cero?
Porque tal vez no se trate de cambiarlo todo de golpe, pero sí de dejar de tragarlo todo sin masticar. De revisar, cuestionar, repensar. No por moda, no por rebeldía estética, sino por dignidad
¿Elegimos de verdad de qué quejarnos? ¿O ya lo han decidido por nosotros?
Vivimos en una sociedad donde, a simple vista, todo parece bastante estable. Si lo comparas con otros países, no tenemos guerras, tenemos acceso a la sanidad, a la educación, a la tecnología, a derechos que muchos solo pueden soñar. Pero... ¿eso significa que no hay nada más que revisar?
Lo que para nosotros es “aceptable” o “suficiente”, para otros es literalmente invivible. Mientras aquí la sanidad puede parecer gratuita y funcional, en otras regiones es un sistema roto, corrupto, inaccesible. Mientras aquí discutimos cómo mejorar la educación, hay países donde un niño no puede ni llegar a una escuela sin poner su vida en riesgo. Pero incluso en nuestras sociedades “avanzadas”, ¿es real todo ese acceso? ¿O está cuidadosamente limitado?
La pregunta no es solo si tenemos necesidades cubiertas, sino quién decide qué necesidades son legítimas. Porque si te fijas bien, parece que existe una especie de carta oculta, un menú de quejas autorizadas, como si los mandatarios nos dijeran: “Estos son los temas de los que puedes indignarte. Elige uno y siéntete libre de protestar”.
¿Y qué hay en esa carta? Debates eternos sobre identidades, controversias preprogramadas, luchas que deberían estar resueltas por sentido común. Años y años discutiendo si alguien tiene derecho a ser libre con su cuerpo, su sexualidad o su forma de pensar, cuando eso debería estar fuera de toda discusión: la libertad individual no se debate, se respeta. Punto.
Pero no. Se mantiene ese debate vivo, artificialmente encendido, como una cortina de humo emocional que nos impide mirar lo que realmente está pasando.
Mientras eso ocurre…
- El precio de los alimentos sube sin sentido.
- La vivienda se convierte en un privilegio, no en un derecho.
- El acceso a una educación crítica y completa está cada vez más condicionado.
- Se normaliza el adoctrinamiento emocional en lugar del pensamiento libre.
- Se recortan libertades bajo pretextos blandos.
- Se anestesia el malestar con entretenimiento constante.
Y entonces la trampa funciona: te quejas, sí... pero justo de lo que ellos quieren que te quejes.
Lo que no se pone sobre la mesa es lo que debería estar ahí desde hace tiempo:
- ¿Por qué seguimos aceptando como normal que unos tengan todo y otros absolutamente nada?
- ¿Por qué no hay una indignación estructural por la desigualdad brutal entre países?
- ¿Por qué no exigimos que la educación nos enseñe a pensar y no solo a repetir?
- ¿Por qué las guerras siguen siendo negocio y no tragedia?
- ¿Por qué el acceso a lo básico—alimentación, salud, techo—sigue dependiendo del azar geográfico o económico?
- ¿Por qué debatimos si alguien puede amar libremente, pero no si el sistema económico es justo?
- ¿Por qué cuestionamos más el pronombre que el salario, más el símbolo que el abuso, más la corrección que la corrupción?
Porque mientras tú decides si decir A o B en una conversación es ofensivo o no, ellos deciden cómo subir el gas, recortar derechos laborales, controlar la narrativa, recortar sanidad, maquillar estadísticas, y mantener la maquinaria andando sin que lo notes.
Nos distraen con debates diseñados para entretenerte mientras lo esencial se degrada.
Y tú te crees libre, porque puedes quejarte… pero solo de lo que ellos ya han decidido que es debatible.
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