Ortega y Gasset: la universidad como herramienta cultural y no solo técnica


La Universidad no es un almacén de saberes: es una misión

La Universidad, para Ortega y Gasset, no era una institución cualquiera. Era un núcleo de formación humana, cultural y ética. En su ensayo La misión de la Universidad (1930), el filósofo español cuestiona qué papel debe cumplir esta institución en la sociedad moderna. ¿Transmitir conocimientos? ¿Formar especialistas? ¿Producir ciencia? Para Ortega, nada de eso por sí solo basta. La Universidad tiene una misión más profunda: formar hombres cultos capaces de entender su tiempo.

Continuando la semana dedicada a Ortega y Gasset, nos detenemos hoy en una de sus obras más directas y aplicables: un análisis del deterioro intelectual y la pérdida de sentido que afecta a las instituciones educativas, todavía vigente casi un siglo después.



Tres funciones, una misión

Ortega distingue tres funciones principales que debería cumplir toda universidad:

  1. Enseñar profesiones para la inserción social de los individuos.
  2. Transmitir la cultura general, para formar ciudadanos con visión amplia del mundo.
  3. Fomentar la investigación científica, como motor de progreso y conocimiento.

Sin embargo, advierte que en la práctica, muchas universidades habían olvidado la segunda función: la transmisión de la cultura general. Formaban expertos muy hábiles en campos específicos, pero sin comprensión del contexto en que vivían. Así surgía el “sabio ignorante”: capaz en su especialidad, pero ciego ante todo lo demás.

Para Ortega, una sociedad no se sostiene con técnicos aislados. Necesita personas con una visión amplia, que comprendan el conjunto y no solo su parcela. Y eso no se logra acumulando datos, sino formando criterio, perspectiva y juicio. Ahí reside la verdadera misión de la Universidad.



Contra la especialización sin cultura

Uno de los grandes peligros que Ortega identifica es la hiperespecialización. En lugar de formar personas cultas, muchas universidades generaban "técnicos del saber", que dominaban un área muy limitada sin entender su relación con el resto del mundo.

Esta crítica sigue siendo actual. Hoy, en plena era digital, el conocimiento se ha fragmentado aún más. Se valora lo inmediato, lo útil, lo aplicable. Pero se pierde la pregunta por el sentido. ¿Para qué sirve todo ese saber si no hay capacidad para pensar en conjunto? ¿De qué sirve formar expertos si no pueden dialogar entre sí?

Ortega no rechaza la especialización. La considera necesaria. Pero insiste: sin una base cultural amplia, el especialista se convierte en un peligro. Puede manejar herramientas muy poderosas sin entender sus consecuencias. Puede producir, pero no pensar.



La necesidad de una cultura integradora

Para Ortega, la cultura no es decoración ni lujo. Es el suelo donde el individuo se sostiene. Una cultura integradora permite vivir con sentido, interpretar la realidad y actuar con responsabilidad.

La Universidad debía, por tanto, ayudar al estudiante a orientarse en el mundo, a desarrollar un pensamiento crítico, a situarse en su época con lucidez. No bastaba con formar profesionales: había que formar ciudadanos conscientes de su tiempo, de su historia y de su responsabilidad en ella.

Y en esto, Ortega era tajante: una universidad que no cumple esta misión está fallando a la sociedad. Por muy avanzada que sea en tecnología, por muy reconocidos que sean sus títulos, si no forma inteligencia viva y conectada con la realidad, está creando un vacío peligroso.



“Hoy atravesamos —contra ciertas presunciones y apariencias— una época de terrible incultura.”

José Ortega y Gasset, con esta frase, está señalando una contradicción entre la percepción general de progreso cultural y la realidad que él observa en su tiempo. Su crítica no apunta a la ausencia de conocimientos técnicos o al acceso a la información, sino a la pérdida de profundidad en la formación intelectual y en la vida cultural auténtica.

Para Ortega, la cultura no consiste en acumular datos o especializarse en una disciplina. Es una estructura de comprensión que permite al individuo orientarse en el mundo, juzgar con criterio, asumir responsabilidades y comprender la historia en la que está inserto. La incultura, desde esta perspectiva, no es solo ignorancia académica: es vivir sin contexto, sin exigencia interior, sin conexión con el pensamiento que da sentido a lo que hacemos y pensamos.

Lo que Ortega considera "terrible incultura" no se ve necesariamente en la falta de acceso a escuelas o universidades. Se manifiesta en personas con títulos que no son capaces de razonar con claridad, en discursos públicos vacíos, en una vida intelectual dominada por la repetición, por la opinión superficial, por el abandono del juicio riguroso.

También está denunciando el riesgo de una sociedad que cree que está culturalmente desarrollada solo porque tiene herramientas modernas, medios de comunicación, bibliotecas y universidades. Para él, eso no es garantía de verdadera cultura si no hay un esfuerzo real por pensar, entender y formarse como ciudadano consciente de su época.

Ortega vincula esta decadencia con el auge del "hombre-masa", que vive en la comodidad de lo dado, sin sentido de responsabilidad, sin conciencia de lo que ha heredado. En una época donde la técnica avanza pero la reflexión se empobrece, se genera una falsa sensación de cultura. Lo que se ha debilitado, según Ortega, es la actitud intelectual seria, crítica y comprometida que da coherencia y profundidad a una civilización.

Por eso la frase es dura: denuncia una carencia estructural disfrazada de normalidad. No se refiere a un problema puntual, sino a una forma de vida colectiva que ha dejado de valorar el pensamiento profundo como necesidad básica de la sociedad.

En La misión de la Universidad, Ortega y Gasset denunciaba una situación que ya entonces consideraba preocupante: las instituciones académicas habían dejado de formar personas con pensamiento claro y juicio propio. Su crítica apuntaba al hecho de que la enseñanza se había convertido en una transmisión mecánica de conocimientos, sin conexión con las necesidades reales de la sociedad y sin exigencia intelectual seria.

Hoy, esa advertencia resulta aún más pertinente. Las universidades se han multiplicado, los títulos se reparten con facilidad, pero el nivel de formación crítica ha disminuido. Muchos centros priorizan la cantidad sobre la calidad, el cumplimiento de programas sobre el desarrollo del criterio, la certificación formal sobre la comprensión profunda. El resultado es una masa titulada que ha pasado por la universidad, pero que no ha sido transformada por ella.

Ortega defendía que la misión de la universidad no era solo preparar profesionales, sino formar seres humanos capaces de pensar, de situarse en su tiempo con responsabilidad y lucidez. Rechazaba una educación técnica que descuidara la cultura general, la historia, la filosofía. Una educación que no ayudara a comprender el contexto, la época, la vida.

A eso se suma un problema que en tiempos de Ortega apenas se insinuaba, pero que hoy se ha vuelto evidente: la enseñanza se ve condicionada por intereses políticos. Muchos planes educativos no se diseñan para formar pensamiento crítico, sino para influir en la visión del mundo de las nuevas generaciones. El sistema educativo, en lugar de impulsar la reflexión independiente, se utiliza en ocasiones como una herramienta para moldear futuros votantes. La neutralidad educativa ha sido sustituida por el adoctrinamiento disfrazado de formación.

Lo que señalaba Ortega no era una nostalgia del pasado, sino una exigencia para el presente: si las instituciones académicas no forman ciudadanos con juicio, con criterio y con conocimiento real de su entorno, entonces están fallando en su propósito más alto.


¿Qué clase de sociedad puede construirse si las universidades no forman pensamiento crítico?
¿Qué responsabilidad tienen las instituciones cuando sus egresados no comprenden el mundo que habitan?
¿Qué tipo de formación estamos aceptando cuando nadie se pregunta para qué sirve realmente lo que se enseña?



Lo que no se enseña (y debería enseñarse)

Hay conocimientos fundamentales para el desarrollo personal que no se enseñan en colegios ni universidades. Nadie aprende a gestionar sus emociones, a tomar decisiones bajo presión, a comunicarse con claridad, a detectar manipulación, a ejercer el pensamiento crítico frente a la autoridad, a analizar medios de comunicación, a conocer sus derechos legales básicos o a cuidar su salud mental y física con criterio. Tampoco se enseña cómo construir relaciones sanas, cómo enfrentar la frustración o cómo resistir la presión del grupo. Todas estas son habilidades necesarias para una vida plena y responsable, pero el sistema educativo las deja fuera, como si fueran secundarias. La formación formal no cubre lo más esencial: saber vivir con conciencia, con autonomía y con coherencia.


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La educación sin conciencia solo forma autómatas instruidos – BlogHackeaTuMente

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