Freud y la represión psíquica: lo que no aceptas, te domina

“Reprimimos lo que no podemos aceptar.” — Sigmund Freud
La frase "Reprimimos lo que no podemos aceptar" resume una de las ideas centrales de Sigmund Freud: el mecanismo de defensa conocido como represión. Aunque no aparece así, literalmente, en una única obra, se desarrolla con profundidad en La interpretación de los sueños (1900), Más allá del principio del placer (1920) y El yo y el ello (1923), además de numerosos escritos clínicos donde Freud explora los efectos del inconsciente en la vida cotidiana.
Freud llegó a esta conclusión observando a sus pacientes, especialmente a quienes sufrían de neurosis o histeria. Muchos de ellos manifestaban síntomas sin causa física aparente, y en las sesiones de análisis se hacía evidente que esos síntomas estaban vinculados a recuerdos o deseos que no habían desaparecido, sino que habían sido expulsados de la conciencia por resultar demasiado dolorosos, conflictivos o inaceptables.
Eso es la represión: el intento del yo por protegerse de aquello que no puede tolerar, empujando ese contenido hacia el inconsciente. Pero lo reprimido no se borra ni muere: se manifiesta en otras formas, como sueños, lapsus, síntomas corporales o patrones emocionales repetitivos.
Freud mostraba así que no somos tan dueños de nuestra mente como creemos. Muchas veces no actuamos por lo que decidimos de forma consciente, sino por lo que intentamos no ver. Reprimimos emociones, impulsos, traumas o deseos que contradicen la imagen que tenemos de nosotros mismos o las normas sociales que intentamos cumplir. Y al hacerlo, creamos una versión parcial y controlada de nuestra identidad, dejando fuera partes esenciales que, sin embargo, siguen activas bajo la superficie.
Hoy en día, aunque la psicología ha evolucionado en muchas direcciones, esta idea sigue vigente. La represión continúa siendo un concepto clave en la terapia psicoanalítica y en enfoques integrativos que reconocen el impacto de lo emocionalmente evitado. Incluso la neurociencia moderna, al estudiar cómo el cerebro bloquea o silencia recuerdos traumáticos, ha ofrecido apoyo empírico a esta noción.
Las terapias centradas en el trauma, la exposición o la integración emocional retoman indirectamente esta misma intuición: lo que se evita no desaparece, y solo al enfrentarlo puede comenzar el proceso de sanación.
Freud rompió con las ideas dominantes de su tiempo al afirmar esto. Desafió el racionalismo clásico, que veía al ser humano como plenamente consciente y dueño de sus actos. Frente a esa visión idealizada del sujeto lógico y autónomo, Freud introdujo una imagen más cruda y honesta: que gran parte de lo que hacemos está dirigido por fuerzas inconscientes, y que la razón no gobierna por completo nuestra psique.
También contradijo el modelo médico positivista, que atribuía los trastornos mentales solo a causas físicas observables. Freud propuso algo revolucionario: que muchas dolencias psíquicas tenían origen en la vida emocional reprimida, en conflictos internos no resueltos. Esta visión fue incómoda para muchos científicos de su época, que se resistían a aceptar lo simbólico y lo subjetivo como campos legítimos de estudio.
Además, su pensamiento se oponía abiertamente a la moral victoriana, que promovía el silencio y la represión en torno a lo sexual, lo traumático y lo irracional. Al mostrar que los deseos reprimidos —muchas veces sexuales o agresivos— podían generar sufrimiento psíquico, Freud desmontaba una de las grandes hipocresías de la sociedad: esa apariencia de virtud sostenida a base de negar lo humano más profundo.
Incluso chocó con pensadores religiosos o idealistas, que creían que el alma humana era guiada por principios nobles y elevados. Freud sostenía, por el contrario, que nuestras motivaciones más intensas no siempre eran sublimes: muchas veces eran infantiles, instintivas o contrarias a las normas morales. Al hacerlo, obligó a toda una época a enfrentarse a su propia sombra.
El tejón que nunca se quejaba
En el corazón del bosque, vivían un ciervo y un tejón. El ciervo era directo: cuando algo le molestaba, lo hablaba. No siempre caía bien, pero dormía tranquilo. El tejón, en cambio, se guardaba todo. Jamás se quejaba, nunca discutía, y a todo decía: “No pasa nada”.
Durante meses, el tejón soportó que pisaran su madriguera, que tomaran su comida sin pedirla, que interrumpieran su descanso. “No vale la pena hacer un drama”, repetía.
Un día, un simple gorrión se posó sobre su lomo por accidente. El tejón, sin pensarlo, rugió con una furia desproporcionada. Lanzó zarpazos, tumbó ramas, ahuyentó a todos los que estaban cerca.
El bosque enmudeció.
Días después, nadie se acercaba al tejón. Lo llamaban peligroso, inestable. El tejón, solo entre los árboles, comprendió entonces que no lo habían alejado sus emociones… sino el tiempo que pasó fingiendo no tenerlas.
Lo que no se dice no desaparece. Se acumula... hasta que estalla por lo más mínimo. Y para entonces, ya es tarde.
¿Estás dejando dentro de ti emociones que sabes que necesitan ser liberadas? ¿Qué parte de tu vida se vería diferente si pudieras expresar lo que sientes sin miedo? ¿Qué precio estás pagando por mantener dentro aquello que te duele en silencio?
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